¡Vuelven los torneos oficiales de Z Survivors! 🔥

El chirrido del columpio rompía el silencio como un grito contenido.
Él lo miraba balancearse solo, empujado por un viento tan leve que parecía inventado. El mango del hacha descansaba entre sus rodillas, las manos callosas firmes sobre la madera. Frente a él, donde antes se oían carcajadas infantiles, solo quedaban estructuras oxidadas, trapos colgando, y manchas secas imposibles de identificar.
Ella, a pocos metros, rebuscaba dentro de un cochecito de juguete volcado. Sacó una espada envuelta en trapos sucios, la desenrolló con cuidado. No era un juego. Nunca lo había sido.
—Este sitio da mal rollo —murmuró ella sin girarse.
—Como todos los que aún siguen en pie —respondió él, sin levantar la voz.
Llevaban semanas moviéndose juntos. Padre e hija, aunque ya no usaban esas palabras. No desde que el mundo colapsó y ser familia se convirtió en otra forma de estar alerta. Cada gesto, cada silencio, era una estrategia. Cada paso, una decisión de vida o muerte.
El parque estaba demasiado tranquilo.
Demasiado quieto.
Ella se detuvo junto al tobogán. Se agachó. Había marcas frescas en el polvo: arrastres, garras. Respiró hondo, se irguió y levantó la espada.
Él ya se había puesto en pie.
Los vieron aparecer a la vez: tres cuerpos encorvados, tambaleantes, saliendo del túnel serpenteante del parque. Dos de ellos tenían las mandíbulas desencajadas y los ojos vidriosos fijos en ellos.
No hicieron preguntas. Ya no se hacían preguntas.
—Izquierda —dijo él, bajando el hacha con lentitud.
Ella asintió y caminó hacia su flanco, firme, sin mirar atrás.
El primero cayó sin hacer ruido. El segundo se resistió un poco más. El tercero… bueno, el tercero nunca supo lo que lo partió por la mitad.
Cuando todo acabó, el columpio seguía moviéndose.
Y por un instante, solo un instante, parecía que alguien reía.