El lobo de las montañas

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  El lobo de las montañas Cuando el mundo se vino abajo, él no corrió hacia ningún refugio. No buscó ayuda, ni compañía, ni salvación. Simplemente echó a andar hacia el norte, siguiendo el olor a pino y humo viejo, hasta que los caminos desaparecieron bajo la nieve. Siempre había sido así. Incluso antes del brote, antes de que los muertos caminaran, ya prefería el silencio del bosque al murmullo de la gente. Decían que era huraño. Que no sabía hablar con las personas. Ellos lo llamaban “raro”. Él se llamaba a sí mismo  lobo solitario . Construyó su guarida entre las montañas, con madera húmeda y piedras robadas al río. Allí, rodeado de niebla y viento, aprendió a vivir como los animales que siempre admiró: cazando, acechando, durmiendo ligero. El bosque no juzgaba. El bosque no mentía. Por un tiempo, creyó haber dejado atrás el mundo. Hasta que llegaron las sombras. A veces al caer la noche, escuchaba los gemidos arrastrados que subían por el valle. Zombis. Eran...

🧟‍♂️ “Parque sin risas”

 


“Parque sin risas”

El chirrido del columpio rompía el silencio como un grito contenido.

Él lo miraba balancearse solo, empujado por un viento tan leve que parecía inventado. El mango del hacha descansaba entre sus rodillas, las manos callosas firmes sobre la madera. Frente a él, donde antes se oían carcajadas infantiles, solo quedaban estructuras oxidadas, trapos colgando, y manchas secas imposibles de identificar.

Ella, a pocos metros, rebuscaba dentro de un cochecito de juguete volcado. Sacó una espada envuelta en trapos sucios, la desenrolló con cuidado. No era un juego. Nunca lo había sido.

—Este sitio da mal rollo —murmuró ella sin girarse.

—Como todos los que aún siguen en pie —respondió él, sin levantar la voz.

Llevaban semanas moviéndose juntos. Padre e hija, aunque ya no usaban esas palabras. No desde que el mundo colapsó y ser familia se convirtió en otra forma de estar alerta. Cada gesto, cada silencio, era una estrategia. Cada paso, una decisión de vida o muerte.

El parque estaba demasiado tranquilo.

Demasiado quieto.

Ella se detuvo junto al tobogán. Se agachó. Había marcas frescas en el polvo: arrastres, garras. Respiró hondo, se irguió y levantó la espada.

Él ya se había puesto en pie.

Los vieron aparecer a la vez: tres cuerpos encorvados, tambaleantes, saliendo del túnel serpenteante del parque. Dos de ellos tenían las mandíbulas desencajadas y los ojos vidriosos fijos en ellos.

No hicieron preguntas. Ya no se hacían preguntas.

—Izquierda —dijo él, bajando el hacha con lentitud.

Ella asintió y caminó hacia su flanco, firme, sin mirar atrás.

El primero cayó sin hacer ruido. El segundo se resistió un poco más. El tercero… bueno, el tercero nunca supo lo que lo partió por la mitad.

Cuando todo acabó, el columpio seguía moviéndose.

Y por un instante, solo un instante, parecía que alguien reía.

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