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El humo de los woks siempre cubría sus manos, impregnándolas de especias y aceite que jamás desaparecían. Cheng había pasado toda su vida cocinando en los barrios altos de la ciudad, en un puesto callejero frente a los restaurantes de lujo. Los ricos se acercaban, atraídos por el sabor de sus fideos y guisos, pero nunca lo trataban con respeto.
El primer corte atravesó la chaqueta impecable del muchacho de traje. El grito fue breve, ahogado por la sorpresa. La sangre salpicó los platos aún humeantes. Los demás intentaron retroceder, pero Cheng ya no era el hombre sumiso de siempre: era una sombra desatada.
Las calles se llenaron de cadáveres que caminaban y mordían. El mundo entero se hundió en el caos, y la masacre del puesto de comida pasó desapercibida, engullida por un apocalipsis aún mayor. Nadie supo nunca lo que hizo con los cuerpos. Nadie quiso preguntar.
En el fondo, todos saben que tenerlo cerca significa comida caliente y fuerzas renovadas. Pero también sienten un escalofrío cada vez que lo ven afilar sus cuchillos con esa calma peligrosa, como si estuviera esperando otra excusa para soltarlos de nuevo.
Era un cocinero invisible, alguien a quien se le gritaba por la más mínima demora, a quien se le lanzaban billetes arrugados como si fueran migajas. Sus platos eran aplaudidos por el estómago, pero su rostro siempre era ignorado por los ojos. Y así, día tras día, Cheng agachaba la cabeza y seguía cortando, friendo y sirviendo.
Hasta que llegó ese día.
El sol caía a plomo sobre la avenida, y un grupo de clientes habituales —jóvenes con trajes caros y copas de vino en la mano— rodeaban su puesto. Reían a carcajadas mientras devoraban la comida, burlándose de su acento, de sus movimientos torpes, de su aspecto cansado. Uno de ellos, con una sonrisa cruel, le arrojó una servilleta manchada directamente a la cara.
—Apúrate, viejo perro. Queremos más.
Cheng se quedó inmóvil. Los cuchillos alineados en la mesa brillaban bajo la luz. Su respiración se volvió lenta, pesada. El calor del wok chisporroteando con aceite fue el único sonido que llenó el silencio.
Entonces, sin aviso, su mano se cerró sobre el mango de uno de sus cuchillos de cocina. No temblaba. No dudaba.
Los cuchillos bailaron como si fueran extensiones de sus brazos, tajando aire, carne y gritos. Los clientes cayeron uno tras otro, los platos volcados al suelo se mezclaban con sangre y especias. Los fideos se teñían de rojo.
Cuando todo terminó, Cheng recogió uno a uno sus cuchillos, los limpió lentamente con un trapo y volvió a colocarlos sobre la mesa, en perfecto orden. Como si nada hubiera ocurrido.
Dos días después, comenzó el brote.
Desde entonces, Chef Cheng viaja en silencio entre bandas de supervivientes. Solo habla cuando cocina. Y cuando corta.
Nadie sabe de lo que es capaz. Pero todos saben que no conviene estar en su contra.